Y ahí estaba yo, con un agujero en el estómago más grande que el de la capa de Ozono, anhelando esa nueva parada donde se suponía que, por fin, íbamos a degustar nuestras viandas, que por otro lado estarían ya criando, desde la hora en que la suegri nos había preparado los bocatas. La siguiente (y última, gracias Señor) parada de este periplo inenarrable (e irrepetible, a riesgo de nuestro matrimonio) era Pineda de la Sierra. Un pueblecito agradable, de esos de paso para tomarse un cafecito en el bar-restaurante, con el par de paisanos que no se terminan nunca su café con gotas, con aroma a tabaco rancio y al pelo quemado de las cabezas de jabalíes, corzos y ciervos que adornan las paredes. Poca luz y cuatro tapas pasadas de fecha tras el mostrador, pese a lo cual uno sigue pensando que se puede comer bien ahí, sobre todo en invierno, con tantos bajo cero... Bueno, al hilo de esta descripción os podéis hacer una somera idea de mi agujero estomacal. Y es que para no variar, antes de l...
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