A las ocho de la tarde



Llevamos ya unos días en los que, cuando terminamos el aplauso de las ocho de la tarde, ese que venimos haciendo desde que nos metimos en esta crisis sanitaria+estado de alarma, en apoyo del personal sanitario y de todas las otras profesionales que se están dejando la piel en esta situación excepcional, mi hija June, de ocho años, entona con su flauta el himno de la alegría, recientemente aprendido en clase. Es un ritmo irregular, aunque bastante logrado. El propio de una niña de ocho años que tiene la asignatura de música en el colegio.

Es un ritmo que te pone los pelos como escarpias. Porque el vecindario empieza ya a acostumbrarse a eso, a que después de los aplausos, toca June con su flauta. Y la gente la aplaude. Y nos sonreímos. Y nos despedimos con la mano. Y ya.

Entonces pienso que esta crisis no puede ni debe caer en saco roto. Porque aunque salen a la luz las mezquindades de muchas personas (fakes irresponsables, avaricia inconsumible que quiere aprovechar el tirón, las que se creen mejor que nadie y pasan de todo con una doble moral que exaspera...), me tengo que quedar con lo bueno. Porque es que si no, me vuelvo majara aquí metida.

No espero demasiado de los poderes públicos. Pero sí de la ciudadanía. Más allá de las múltiples iniciativas solidarias que están surgiendo, creo que todo esto nos debe hacer recuperar la cordura. Hemos parado. Y después ¿qué? ¿pisaremos el acelerador para recuperar el tiempo perdido? ¿O tendremos la suficiente madurez como para interpretarlo como ganado, para buscar nuevas formas de ser, de hacer, de estar?

Yo desde luego quiero y creo que debo aplicarme la reflexión. El himno que hace sonar mi hija pequeña todos los días me obliga a ello.

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